Termina el año con su multitud de
quehaceres de última hora, pero sobre todo, se va cargando con las penas y
alegrías del año, con sus desafíos, intentos y fracasos.
La unidad
“año” tiene la dimensión suficiente como para hacernos meditar sobre la
totalidad de la vida. Podemos pensar en las acciones, pensamientos y
sentimientos del año como si fuera una pequeña vida.
Y
tal como la vida, el año se va rápidamente dejándonos la impresión de la
fugacidad de nuestra existencia.
El
año es un tiempo suficiente para pensar cómo lo estamos haciendo, para
examinarnos a nosotros mismos.
Ojalá
ese examen sea sincero, que reconozcamos lo bueno y lo malo, que no seamos
autocomplacientes ni escondamos nuestra realidad lo que es una
irresponsabilidad. Debemos enfrentar nuestra vida tal como es, asumiendo las
consecuencias de nuestros actos.
Tampoco
debemos vivir amargados por lo no hecho o lo que hemos hecho mal. Por el
contrario hemos de abandonar todo lo vivido en los brazos de la Misericordia divina. Lo contrario sería no aceptar el Dios de
Jesucristo que es perdón y regalo para nuestra pobre y frágil condición.
Más que quejarnos por lo malo,
debemos estar alegres porque somos amados y perdonados por un Padre de Bondad.
Y si hemos sufrido, es
lógico que no queramos sufrir tanto durante el año que viene, pero pensemos que
ese dolor que tuvimos tendrá su compensación en una felicidad que desborda todo
lo que podríamos imaginar